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Antes de convertirse en el elegido del presidente Andrés Manuel López Obrador para combatir el lavado de dinero, Santiago Nieto Castillo vivió en carne propia la embestida del aparato gubernamental de la administración de Enrique Peña Nieto, según denunció él mismo tras su remoción de la Fiscalía Especializada para la Atención de los Delitos Electorales (Fepade).
Todo ocurrió a raíz de que dijera al diario Reforma, en octubre de 2017, que el exdirector de Pemex, Emilio Lozoya, lo intentó presionar para declarar su inocencia en las investigaciones de corrupción entorno al consorcio brasileño Odebrecht. Esto le valió ser acusado por la entonces Procuraduría General de la República (PGR) de “violar el código de conducta” de la Fepade, perder su cargo, enfrentar varias denuncias penales, presiones y hasta amenazas.
Como fiscal electoral, Nieto Castillo investigaba los desvíos de esta empresa brasileña que ha puesto de cabeza a la clase política de varios países tras las revelaciones de pagos de sobornos a funcionarios. Pese a la tormenta que generó este escándalo a nivel mundial, en México no ha caído nadie a la fecha, aunque sí una historia que es contada, junto a otras, por el ahora titular de la Unidad de Inteligencia Financiera de la Secretaría de Hacienda.
En su más reciente libro Sin Filias ni Fobias, publicado bajo el sello de Grijalbo, Santiago Nieto explica con todo detalle quiénes se incomodaron con su labor, por qué lo acosaron y sobre todo da detalles de los casos que desataron la persecución: Odebrecht, Estado de México, Veracruz, Chiapas…
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Con permiso de Penguin Random House Grupo Editorial te dejamos aquí el capítulo escrito referente al caso Odebrecht:
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Odebrecht
De origen alemán, Odebrecht es más que un apellido ilustre y sofisticado del jet set brasileño desde mediados del siglo XIX, también es sinónimo de corrupción, incluso fuera de las fronteras del gigante sudamericano.
Gracias a la llamada Operación Lava Jato o Autolavado, una pesquisa policiaca que se hizo pública en 2014, se supo de las cantidades estratosféricas que este influyentísimo conglomerado especializado en ingeniería y construcción —fundado en Pernambuco en 1944— pagaba ilegalmente a algunos gobiernos de la región . El propósito era obtener ventajosos contratos multimillonarios de obra pública. Dinero del erario, dinero fácil. Mucho, muchísimo dinero.
¿Cómo lo lograba? Transfería sumas millonarias a políticos de diversos países latinoamericanos a cambio de agenciarse contratos en las empresas públicas, sobre todo las que están vinculadas con un sector energético estratégico: el petrolero, que es el que, de manera literal, mueve al mundo.
Así, cheque a cheque y soborno a soborno, el caso Odebrecht se convirtió en el mayor escándalo de cohecho gubernamental de la historia de América Latina: sus alcances fueron continentales, y su mecanismo de operación, oprobioso y grotesco.
En México, Odebrecht consiguió el paquete entero: contratos a mansalva, dinero a raudales, años de impunidad. Y aquí comienza esta historia . Con una fiscalía que decidió tomar el caso e intentó hacer algo por remediarlo. Y un sistema político que reaccionó como animal acorralado cuando vio que peligraban sus intereses.
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Desde 2010, Odebrecht significó una atractiva “oportunidad” de enriquecimiento ilícito —supuestamente indetectable— para la clase política mexicana. Algunos gobernantes y funcionarios se dejaron abrazar, de manera complaciente, por los tentáculos de este pulpo multimillonario.
En febrero de 2017 se echó a andar en nuestro país una investigación ministerial por cohecho, dirigida por la Subprocuraduría Especializada en Investigación de Delitos Federales (Seidf). El punto de arranque de esa pesquisa fueron las declaraciones que hizo Marcelo Odebrecht, mandamás de la firma brasileña, quien imputaba a un funcionario mexicano de primera línea, Emilio Lozoya, la recepción de 10 millones de dólares por concepto de cuatro contratos entre Pemex y Odebrecht. Dichos depósitos fluyeron sin barrera alguna entre 2010 y 2016 . Dinero líquido; dinero contante y sonante. Esos recursos ilícitos circularon por Chihuahua, Veracruz, Quintana Roo y el Estado de México aun antes de la elección presidencial de 2012.
En agosto de 2017, el laboratorio de investigación periodística Quinto Elemento y la asociación civil Mexicanos Contra la Corrupción hicieron del conocimiento público que en juicios realizados en Estados Unidos (Nueva York) y Brasil se expresó con claridad que ese dinero se destinó al financiamiento de campañas electorales.
Ese movimiento ilegal de recursos financieros correspondía al esquema de la organización brasileña, que lo dominaba a plenitud, y lo conducían expertos adscritos a su área de “operaciones especiales”.
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En el caso específico de Lozoya —titular de Pemex de 2012 a 2016—, Odebrecht le pagaba de manera triangulada por medio de varios esquemas. Uno de ellos consistía en depositar desde una cuenta en Suiza a una empresa en las Islas Vírgenes, relacionada con otras firmas en México y supuestamente en las Islas Caimán. El sistema fiscal más cercano al paraíso… de la corrupción y el ocultamiento de datos.
La fiscalía de Brasil, no de México, obtuvo declaraciones de Norberto Odebrecht (fallecido en 2014), así como de otros funcionarios imputados de la empresa, en las que se señala que el gigante brasileño realizó pagos indebidos por la cantidad de 10 .5 millones de dólares a funcionarios de Pemex entre 2010 y 2014, en particular a un personaje siniestro: Emilio Ricardo Lozoya Austin, director de la paraestatal mexicana, quien recibía los recursos para el apoyo a la campaña presidencial de Enrique Peña Nieto. Pero no se trató del único soborno. Lozoya recibió otros 6 millones de dólares que llegaron incluso a entregarse durante el proceso electoral 2014-2015.
En la versión pública del caso se relata la manera en que Lozoya recibió, primero, 4 millones de dólares entre abril y noviembre de 2012, como apoyo a la campaña de 2012, de parte de Luis Alberto Meneses Weyll, director de Odebrecht en México, quien pidió que los depósitos se hicieran en Latin American Asia Capital Holding, empresa offshore con sede también en las Islas Vírgenes, desde donde se realizaban depósitos a otra cuenta a nombre de Innovation-Research Engineering and Development. Esta empresa ubicada en Antigua estaba a nombre de Olivio Rodríguez, ejecutivo de Odebrecht, encargado de sobornar a políticos corruptos en toda América Latina. En México, claro, fueron del PRI.
La historia apenas comenzaba. Cuando Emilio Lozoya llegó a la dirección general de Pemex, en Odebrecht hubo felicidad. Por instrucciones de Hildeberto Mascarenhas Alves da Silva Filho, y con apoyo de Luiz Mameri, vicepresidente para América Latina y Angola de Odebrecht, se transfirió un millón de dólares a la empresa Zecapan S . A ., instalada en las Islas Vírgenes Británicas. Desde ahí, la triangulación se completó en la cuenta 1001 .560 .103 de Nove Bank en el principado de Liechtenstein. Primero fue un millón, pero después se repetiría la operación hasta completar 6 millones de dólares, ya iniciado el proceso electoral federal 2014-2015. Luego llegaron más transferencias de Innovation Research, ahora a Mein Bank Antigua Limited.
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Como se ve, la corrupción no tiene trancas. Es voraz, insaciable. No satisfecho con los recursos recibidos, Lozoya orquestó un sistema diferente a partir de abril de 2014: solicitó a Luis Alberto Meneses Weyll que las transferencias se hicieran a otras empresas, pues las instituciones previas ya habían rebasado su capacidad de recepción. Para ello, se utilizó a Rodrigo Tacla Durán, con una cuenta del banco HSBC ubicado en Mónaco.
Al respecto, Fernando Migliaccio da Silva, colaborador de Odebrecht, declaró que desde 2009 empezó a realizar pagos indebidos a Constructora Internacional del Sur, ubicada en Panamá, y a otra empresa —fantasma, por cierto— llamada Blunderbus Company de México, S . C . de C . V, con sede en Poza Rica. Los accionistas eran un vendedor de seguros y el empleado de una gasolinera. Increíble, pero confirmado: las cuentas en millones de dólares correspondían a un despachador de gasolina.
La trama no dejaba de mostrar las actividades corruptas de Lozoya. En abril de 2011, el despacho panameño Mossack Fon- seca & Co. abrió una caja fuerte y una cuenta en una institución de su país, el Private Bank, a nombre de una persona moral, entregando un poder de la cuenta a nombre de Emilio Lozoya, siendo socio del fondo de inversión JF Holding establecido en Luxemburgo. Con el apoyo de quien fuera vicepresidenta de la institución bancaria Chase Manhattan Bank, se abrieron dos cuentas, una de ellas a nombre de Lozoya. Más cuentas, más transferencias, más corrupción, más impunidad.
A partir de dicha información, y con denuncias ante el Ministerio Público Federal especializado en materia electoral interpuestas por el PRD y Morena, comenzó la pesquisa en México. Fue en ese momento cuando la Fiscalía Especializada para la Atención de Delitos Electorales (Fepade) decidió intervenir. La Fepade depende de la PGR y, como su nombre lo indica, se concentra en los delitos relacionados con los comicios. Yo me hice cargo de dicha dependencia desde febrero de 2015, cuando el Senado me designó como fiscal.
Comenzamos la revisión de la carpeta que contenía los contratos detectados por la Seidf. Para efectos legales, se requirió a la Comisión Nacional Bancaria y de Valores la información relacionada con Lozoya y sus empresas, sobre todo las actas constitutivas, los datos fiscales y otra información de tipo financiero. Enviamos el CD presentado en la denuncia a servicios periciales para su análisis; requerimos al SAT, a la Secretaría del Trabajo y al INE el expediente de Emilio Lozoya para corroborar si había sido funcionario partidista, y a Pemex, vía el INAI, el número de contratos que Pemex tenía con Odebrecht. La investigación de la Seidf hablaba de cuatro, pero nosotros localizamos 42. ¿Dónde estaba el registro de los otros 38 contratos?
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Posteriormente, instruí a tres de mis allegados en la Fepade, Tere Vega, Humberto Domínguez y Álvaro Rodríguez, que solicitaran asistencia a la justicia brasileña para alcanzar tres propósitos fundamentales: entrevistar a Marcelo Odebrecht, tener acceso a la información del caso (en posesión, claro, de la fiscalía de la nación sudamericana) y determinar si existía la manera de probar que se habían hecho transferencias de dólares con destino a algún proceso electoral mexicano.
Las transferencias detectadas correspondían a 2010 y 2011 en cuanto a elecciones locales, y a 2012, cuando se llevó a cabo la elección federal que puso en Los Pinos al priista Enrique Peña Nieto. Con todo, los delitos electorales que se hubieran perpetrado en aquellos comicios ya habían prescrito, así que no alcanzarían la pena considerada por la ley mexicana (de dos a seis años de prisión). Lo anterior quiere decir que la elección del político mexiquense está fuera del alcance imputable, al menos, insisto, como delito electoral, pero no por el delito de cohecho. Por cohecho, aún hoy, es posible imputarle responsabilidad a Peña Nieto.
A pesar de que estos procesos ya han salido casi por completo del radar de la justicia, la situación podría cambiar con la alternancia en el poder federal. Acreditar que Peña Nieto recibió recursos ilícitos durante su campaña abriría un boquete monumental en la legitimidad de su gobierno de cara a la historia del país. Valdría la pena intentarlo, dado el daño que su gobierno infligió a las instituciones de la transición democrática. La Fepade debía, a mi juicio, investigar y acreditar las transferencias a la campaña electoral de 2012, y señalar que no se podría sancionar por haber prescrito los delitos, pero que éstos habían existido, y que la elección de Peña Nieto, por tanto no había sido del todo legal.
Eso respecto a las elecciones de 2012. ¿Pero las elecciones de 2014, 2015 y 2016? Esta investigación no ha prescrito. En caso de acreditarse las transferencias monetarias a esas campañas, el probable delito prescribiría en 2026. Por eso les importa tanto a los políticos involucrados que esta indagatoria no llegue a buen puerto. Es más, que no llegue a ningún puerto.
Ésas son las dimensiones de lo que Odebrecht y su manera sucia de operar en América Latina pusieron en juego en el poder político de la región.
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Las historias terminan. Los ciclos se cierran. Las cosas buenas y las cosas malas pasan, y esto también pasará. La sabiduría popular es irrefutable. ¿Se trató de una derrota profesional y personal para mí? No lo sé. Tal vez ya “le debía muchas” al gobierno. Pero lo cierto es que, en lugar de recriminarme por hacer el trabajo para el cual me designaron, pudieron haber controlado a sus gobernadores y combatir la corrupción en materia electoral. Pero para Peña Nieto proteger a sus amigos era más importante que cumplir la ley. Yo le llamo “dinámica de clan”, tan ajena a la visión de Estado.
El inicio del fin de esta historia ocurrió en la Facultad de Derecho de la UNAM. El rector Enrique Graue, Lorenzo Córdova, Janine Otálora, Raúl Contreras y yo participamos en la inauguración de un seminario sobre el proceso electoral. El evento fue muy simbólico, pues los tres titulares de los órganos electorales éramos docentes o egresados de esa facultad. En particular, yo hice ahí la maestría y el doctorado, y he dado clase de metodología jurídica en el posgrado de Ciudad Universitaria durante más de una década, así como procesal electoral en la FES Aragón y en distintas sedes a través del modelo de convenios. El acto concluyó con un ¡goya!, el clásico grito unamita. La foto que la prensa publicó al otro día nos retrata con un puño en la mano. Estábamos listos para el proceso.
El 16 de octubre de 2017, Raúl Cervantes renunció a la titularidad de la Procuraduría General de la República. Sorpresa. Ese día emití un tuit lamentando profundamente su dimisión. Su equipo había sido absolutamente profesional y me había apoyado en la medida de lo posible. Juan José Torres Tlahuizo me telefoneó para decirme que Cervantes me esperaba en su despacho privado. Yo estaba en San Jerónimo y había que ir a Polanco.
Al llegar, el equipo comía chapatas y brindaba con vino tinto alrededor de la mesa de la sala de juntas de Cervantes en su último día como procurador. Me uní al grupo. Vi la tristeza reflejada en sus rostros. Me acerqué a Cervantes y le dije que había sido un honor servir al país a su lado. Lo he sostenido siempre: más allá de su compromiso partidista, Cervantes actuaba con visión de Estado para atender los problemas del país en materia de procuración de justicia, que eran y siguen siendo mayúsculos. No puedo decir eso de nadie más en la administración de Peña Nieto. Ellos sólo veían por sí mismos.
Como no puede haber una buena historia sin paradoja, me tocó sentarme al lado de Alberto Elías Beltrán. Lamentamos los hechos, lo mismo que con Adriana Campos, la visitadora. Cervantes se despidió con un “Dios los bendiga”. Una etapa de la procuración de justicia del país había acabado. Como en los últimos 30 años, el promedio de un procurador en el cargo era de menos de dos años. Tres procuradores en un sexenio que entraba a su parte final.
Del discurso de Cervantes en el Senado rescataría dos cosas para esta parte de mi relato. La primera, la mención de que había concluido la investigación del caso de corrupción más importante en América Latina. No podía ser otro que Odebrecht. De hecho, la oficina de Comunicación Social de la PGR lanzó un tuit con la frase y la foto de un letrero de las oficinas de la empresa.
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La segunda es que dijo que los delitos electorales y los delitos anticorrupción debían combatirse con imparcialidad, y que la Fepade era una institución eficaz que actuaba con absoluta autonomía. Volví a ver a Raúl Cervantes hasta pasadas las elecciones de 2018.
Al día siguiente asistí al Senado de la República, como uno de los invitados de honor, con motivo de la sesión solemne para conmemorar el aniversario del voto femenino en México. Mi presencia se explicaba por la labor de la Fepade en el combate a la violencia política contra las mujeres. Nos pasaron a un salón de protocolos, donde pude saludar a Angélica de la Peña, Pilar Ortega y Diva Gastélum, entre otras senadoras. Apareció la secretaria de la Función Pública, Arely Gómez, y nos saludamos con cordialidad. En algún momento, en el intercambio de grupos, me vi frente a Emilio Gamboa y Ana Lilia Herrera. “Te están grillando”, espetó Gamboa. Herrera secundó: “Te vamos a hacer una manifestación porque ejerciste la acción penal en contra de César Duarte, pero a Delfina Gómez, de Morena, que hizo lo mismo, no la has tocado”.
Expliqué que la investigación contra Duarte llevaba medio año más y que las pruebas de la denunciante eran muy sólidas; en cambio, la denuncia contra Delfina Gómez se basaba en una resolución del órgano de transparencia del Estado de México, acompañada de copias fotostáticas. Que por esa razón estábamos reconstruyendo las pruebas con documentación original solicitada a la Comisión Nacional Bancaria y de Valores, la cual aún no nos enviaba lo requerido. Les pedí apoyo para agilizar la entrega de información que tenía el gobierno federal para integrar la carpeta. Acordamos que nos reuniríamos.
El acto fue muy emotivo, con grandes reconocimientos a la historia y al presente: a los avances en la paridad y a los retos ante la violencia política de género. Al salir rumbo a mi oficina, Pamela Alvarado me insistió en que si podía recibir a Héctor Gutiérrez, del periódico Reforma. Le dije que con gusto. Tenía la costumbre de platicar con todos los medios, pues se habían convertido en un interesante y efectivo mecanismo de difusión de una institución que había recibido prácticamente muerta.
La entrevista duró 43 minutos. Le expliqué el modelo de condicionamiento de programas sociales, la forma de operación de casas amigas, la experiencia del Estado de México, la necesidad de fortalecer a las instituciones. Siete minutos hablamos sobre la pesquisa de Odebrecht. Le expresé que Morena y el PRD habían presentado las denuncias y que estábamos investigando. En tres ocasiones mencioné que no podía darle datos por el deber de sigilo de la carpeta de investigación, pero, como en todos los casos públicos, mantuve la postura de exhibir la corrupción manteniendo el derecho de información respecto a datos que ya eran de conocimiento de la sociedad. Percibí que el reportero sentía gusto por lo que hacíamos en la fiscalía. Él había hablado con Mexicanos contra la Corrupción y contaba con los datos que la propia organización nos había entregado.
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El miércoles 18, el periódico encabezó la nota así: “Lozoya presiona al fiscal”. El reportero intercambió una frase de la conferencia de la UNAM con algunos elementos de la entrevista. Lo que me interesaba posicionar no lo mencionó. Al ver la nota, Alejandro Porte Petit, Álvaro Rodríguez, Gustavo Trolle, Iván Huesca y José Antonio Licea tuvimos una reunión. Quedamos en que le hablaría a Alberto Elías como encargado del despacho. Entramos en contacto. Para resumir la charla, bastará con decir que no le importó. Me respondió que yo solucionara el asunto.
Jorge Márquez se comunicó por la red federal. Me preguntó si era cierta la nota. Le expliqué los detalles. Me preguntó si me iba a retractar con el medio. Había tenido una reunión con mi área de comunicación social y coincidimos en que sería una nota más que pasaría. Un encabezado llamativo, nada más. Estábamos muy equivocados.
Ese día, en presencia de Porte Petit y Trolle, le pedí a Álvaro Rodríguez que le llevara a Roberto Zamarripa, directivo de Reforma, el audio con la entrevista, señalándole que la publicación no reflejaba lo conversado con su reportero. El trato entre ambos fue cordial y breve. Porte Petit entraría en contacto con sus amigos de Los Pinos para saber qué pensaban.
El jueves 19, mientras estaba en mi oficina con Porte Petit, Trolle, Álvaro y Licea, salió a relucir que el periodista Ciro Gómez Leyva había dicho al aire que tenía conocimiento de buena fuente que a la vieja usanza del régimen autoritario yo había mandado a un cercano a Reforma para exigir una retractación del medio. ¿Cómo podía Gómez Leyva saber eso? Pensé que quizá se había enterado por medio de Alejandro Porte con sus amigos de los despachos de abogados que trabajaban para Los Pinos. Alejandro me insistió en que había recibido una llamada de Alberto Elías para que nos reuniéramos con él al día siguiente. Después yo recibí la misma llamada. Básicamente me comentó que estaba teniendo acuerdos con cada área y que me pedía ir el viernes en el transcurso de la mañana.
El viernes 20 de octubre de 2017, en compañía de Álvaro Rodríguez, entré en la oficina de la calle Guadiana de la PGR. Me subieron al piso dos, que estaba en remodelación. Aparecieron Trolle y Porte Petit. Comentamos las notas periodísticas del día.
Un joven delgado se acercó a mí y se identificó como parte del equipo de Alberto Elías. Me pidió que lo acompañara al piso 12. Una señorita en la entrada me miró con compasión. Pasé el umbral de la puerta, en medio de ventanas amplias. Me recibió Alberto Elías con la cara cansada. Se notaba que no había dormido y que estaba bajo mucha presión. Comencé la plática con los avances del caso Odebrecht y con el tema de la publicación de Reforma. Me interrumpió y me dijo que había revisado sus facultades, y que había decidido removerme, que su posición era técnica y no política, y que no respondía a ninguna presión externa.
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Me enseñó un oficio y me pidió que lo firmara. La discusión duró 45 minutos. “Es ilegal, Alberto. En todo caso tendrías que iniciarme un procedimiento en la visitaduría y que se respetara mi garantía de audiencia.” Repitió casi textualmente su frase inicial: “Lo revisé hasta las cuatro de la mañana y sé que tengo competencia”.
“No eres procurador, Alberto, y el transitorio de la reforma constitucional dice que sólo el fiscal o el procurador pueden remover a los titulares de las fiscalía.” Respondió que al ser encargado de despacho tenía las mismas atribuciones que el procurador.
Mientras tanto, la red federal que son los teléfonos rojos que se encuentran en las oficinas de personas que desempeñan altos cargos públicos, empezó a sonar. Me asomé y vi que la llamada venía de la Unidad de Inteligencia Financiera. Su titular era Alberto Bazbaz (nueva paradoja, que el presidente López Obrador me designaría meses después para ese enclave fundamental en la red de corrupción del gobierno federal). Elías Beltrán se puso nervioso y me dijo que el mío era el asunto más urgente que tenía.
“Tiene que ser una decisión del Senado, y yo puedo acudir a objetar la decisión”, le insistí a Alberto Elías. Ante el nuevo argumento, la respuesta fue que lo hablaría con Ernesto Cordero para que pudieran recibir el escrito.
“Mira, Alberto, tengo reuniones todavía pendientes con la senadora Pilar Ortega y el senador Emilio Gamboa. Hazme un favor, no hagas pública tu decisión hasta que yo haya hablado con ellos.” La respuesta del encargado de despacho de la PGR lo retratará por siempre: “Te doy mi palabra que no lo haré público hasta que tú y yo lo hablemos el lunes”.
La semana por la democracia había comenzado. Cité a mis allegados en mi casa. Evidentemente Trolle y Álvaro fueron los primeros en llegar. Pedí que los escoltas se regresaran a la Fepade. Y escribí un tuit en el que decía ser un hombre de leyes y que acudiría al Senado.
Álvaro pensaba que había que dejar pasar dos semanas y esperar la comparecencia. Trolle y yo pensábamos que podíamos solucionar las cosas. Lo cierto es que ni en Los Pinos ni en la PGR se imaginaron la reacción social: empresarios, periodistas, analistas políticos, líderes sociales, artistas, políticos, los dirigentes de los partidos de oposición, religiosos, se manifestaron en contra de la remoción.
La PGR lanzó un comunicado ridículo donde señalaba que había violado el código de ética. Para apuntalar la farsa, Alberto Elías acudió a 43 entrevistas con medios de comunicación. Perdió desde el momento en que dijo que la Fepade era autónoma; la pregunta instantánea era: “¿Cómo puede ser autónoma si remueven al fiscal?”
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¿A qué se debía esa reacción? A que habíamos hecho bien las cosas. Y sin recursos. Hay que recordar que el presupuesto de la Fepade en un año era menor que los sobornos que había recibido Emilio Lozoya sólo por cuatro de los contratos que en ese momento se investigaban. Sin recursos, obtuvimos órdenes de aprehensión contra dos exgobernadores, contra presidentes municipales en funciones y retirados. Habíamos atacado al turismo electoral en sus instigadores, no en la gente pobre.
Éramos la instancia de áreas centrales de la PGR con más consignaciones logradas, con más vinculaciones a proceso, con más judicializaciones. Hasta ese día habíamos conseguido mil 169 órdenes de aprehensión por delitos federales, habíamos cumplimentado 553 con la Policía Federal y la Ministerial, y llevábamos 239 sentencias condenatorias. ¿Por qué una institución, cualquiera, se desharía del titular del área que más efectividad tenía? Tal vez la respuesta estaba en que esta administración federal no tenía entre sus objetivos perseguir la corrupción y la impunidad.
La respuesta de la sociedad civil fue impresionante. El hartazgo hacia el gobierno federal y sus círculos de impunidad se materializaba, una vez más, en una causa específica. Los empresarios Gustavo de Hoyos y Juan Pablo Castañón hicieron pronunciamientos sobre la ilegalidad de mi remoción. Después una persona del círculo corporativo más alto en México me contó que Hacienda buscó a los líderes industriales para pedirles que dejaran de apoyarme.
En el ámbito de los líderes de opinión, Brozo, Carmen Aristegui, Eduardo Huchim, Sergio Aguayo, Denisse Dresser, entre muchos otros, se sumaron a las críticas al gobierno. Circularon cartas abiertas de académicos, intelectuales y artistas pidiendo mi reinstalación. Varios líderes religiosos, incluyendo a Alejandro Solalinde y la Conferencia Episcopal Mexicana, reaccionaron en contra.
En el ámbito de las autoridades electorales, Marco Baños fue muy enérgico en su crítica por mi remoción. Menos enérgico fue Lorenzo Córdova, pero junto con varias consejeras y consejeros se pronunciaron a mi favor. En la sesión del consejo general, Horacio Duarte, el representante de Morena, protestó de forma inmediata, lo mismo que Eduardo Aguilar del PAN. Y también el PRD Mientras tanto, me enteré de que Enrique Andrade, consejero electoral, empezó a recibir llamadas, de parte del gobierno. Una tras otra. Del lado del gobierno, sólo el mismo discurso: violó el código de ética. Después añadirían que el deber de sigilo de la carpeta de investigación se había violentado.
El fin de semana, tanto Andrés Manuel López Obrador como Ricardo Anaya se pronunciaron abiertamente contra mi remoción. Andrés Manuel López Obrador pidió a las bancadas del PT y Morena en el Senado que sostuvieran una postura en contra de la decisión gubernamental. A López Obrador lo había saludado alguna ocasión en el IFE, cuando aún era presidente del PRD. A pesar de tener muchos amigos cercanos, nunca había estado en contacto con él de forma personal, pero siempre he creído que su diagnóstico de la situación del país es correcta: el problema primordial está en la corrupción, la impunidad, la marginalidad, la pobreza. Meses después, por invitación de Marcelo Ebrard, me subiría a un templete con él en Tlaquepaque, con lo que me incorporaría con pasión a su campaña y a su equipo. De eso trata el último capítulo de este libro.
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Por su parte, Ricardo Anaya y yo somos paisanos. Él es de Querétaro y yo de San Juan del Río. Fue compañero de clase de mi hermana María. Con frecuencia nos reuníamos a dar seguimiento a los temas en los que eran denunciantes, como lo hacía con el resto de los presidentes de los partidos políticos, salvo López Obrador, quien designó a Horacio Duarte para esos temas, y Enrique Ochoa, con quien una vez conversé telefónicamente. A diferencia de la gestión de Manlio Fabio Beltrones, durante la cual el PRI presentó denuncias con cierta regularidad, Ochoa tuvo una posición hostil hacia la Fepade. De hecho, la única ocasión en la que avisó que presentaría una denuncia, se molestó y se retiró. ¿La razón? No permitimos el ingreso de sus escoltas armados para hacer una revisión del inmueble. Es un inmueble público con reglas de seguridad, y lo menos que necesitaba era escoltas prepotentes queriendo dirigir la seguridad interna de un edificio federal.
Ese día comí con mis amigos Raúl Baz y Jorge Murillo en la casa de este último. Mi hija Dana nos acompañó. La esposa de Jorge, Claudia, me practicó una sanación y me dijo que volvería a la administración pública. En esos momentos todavía pensaba que esta historia tenía la oportunidad de revertirse.
El lunes siguiente comenzó el ataque de las voces del sistema: Ricardo Alemán, Ciro Gómez Leyva y demás prensa oficial. Pensaba que usarían a El Universal como arma en mi contra, como ocurrió en diciembre de 2015, cuando me dedicó ocho primeras planas en contra en el transcurso de semana y media, pero no fue así. Los múltiples ataques estuvieron plagados de mentiras, como la nota de Ricardo Alemán sobre supuestos fracasos litigiosos. Decía, por ejemplo, que la Fepade había perdido el caso contra Javier Duarte, razón por la cual la orden de aprehensión que existía por delito electoral en México no había formado parte de la solicitud de extradición. En realidad, el delito de obstaculización de las tareas de los funcionarios electorales —por el que se había librado la orden de aprehensión— no existía en Guatemala, por tanto, no podía ser extraditado por ese hecho.
En el Senado, Alejandro Encinas hizo sonar los tambores de batalla. Pidió la comparecencia del encargado de despacho de la PGR. Roberto Gil pidió que ambos compareciéramos de forma simultánea. Yo sabía que el PRI no iba a exponer a Elías Beltrán, de quien se decía que su cédula profesional no tenía 10 años de antigüedad, como lo exige el cargo de titular de la PGR.
A la mañana siguiente escuché a Enrique Ochoa en el noticiario de Carlos Loret de Mola: “Conozco a Santiago Nieto desde hace años y sé que es un abogado competente, por ello sabe que cometió un delito”. Explicó las sanciones que prevé el Código Penal Federal. Ochoa tiene conocimiento serio del derecho penal y planteó la hipótesis del caso de forma clara.
Javier Corral me contactó para decirme que el gobierno no iba a cambiar su postura, pero que era importante seguir con la lucha. Que me veían como un fiscal “de Morena”. Mi alegato se sostenía desde el punto de vista constitucional: los servidores públicos, como Emilio Lozoya, están en la palestra pública por voluntad personal; por tanto, su derecho al honor y a la vida privada debe estar restringido por el derecho de acceso a la información pública de la ciudadanía, que tiene interés de saber si un alto funcionario está involucrado en actos de corrupción a escala continental.
Mientras tanto, salvo a Gustavo Trolle, a la gente de la Fepade se le prohibió que hablara conmigo. A Álvaro Rodríguez le abrieron revisiones de expedientes en averiguaciones previas. Uno tras otro, sometieron cada expediente a revisión. La instrucción que tenían las personas de la visitaduría, dicho por un funcionario ministerial del que me reservo el nombre, era “ver qué le encontraban a Nieto”. Vendetta vil.
La contraloría, que llevaba cinco meses revisando la actuación administrativa de la Fepade y había emitido un informe de 11 recomendaciones, volvió a revisar los procedimientos de adquisiciones y contrataciones. Afortunadamente, casi todas las compras estaban centralizadas en oficinas de la PGR; nuestro marco de actuación era mínimo. El coordinador administrativo comenzó a desesperarse; también Trolle.
En esos días, Lozoya presentó un par de denuncias en mi contra en la PGR. La primera, por violación al deber de sigilo de la carpeta de investigación, solicitando el ejercicio de la acción penal y la sanción máxima de 10 años de prisión. La segunda, por violación a una suspensión de un juicio de amparo. Javier Coello Trejo, un abogado gansteril, fabricó una campaña llamándome mentiroso y asegurando que terminaría en la cárcel.
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La suspensión del amparo no me preocupaba. Era cierto que le negué acceso a la carpeta de investigación. Mi propósito era que Lozoya y Coello no dieran una conferencia de prensa donde golpearan a la Fepade, señalando en público que el expediente no tenía nada o cualquier otra expresión como las referidas contra la Seidf. Días antes, habían declarado ante medios que no había una sola prueba en el expediente que tenía la Seidf, lo cual había resultado perjudicial para la subprocuraduría en términos mediáticos. Si a ellos, que son sus amigos, los trataron así, qué podía esperar yo, un “fiscal incómodo” .
Y ése era el discurso oficial. Gamboa Patrón declararía que si iba a la Cámara no iba a ser un día de campo para mí. Según me confirmarían dos senadores presentes, en la junta de coordinación política mencionó que tenían un expediente “negro” y un caso armado de acoso sexual en mi contra promovido supuestamente por una excolaboradora mía de la Sala Regional Toluca. Era una mentira vil, pero quitarme el golpe hubiera sido muy complicado, sobre todo cuando, entre mis acciones como magistrado y como fiscal, había puesto siempre el tema de la igualdad sustantiva entre hombres y mujeres como uno de los puntos centrales de mis administraciones.
César Camacho declararía que tenía que ser removido por mis “actos”. Lo busqué para preguntarle quién le hace más daño a las instituciones y al proceso de consolidación democrática. ¿El que persigue delitos y hace públicos elementos de un expediente Estado? Nunca lo localicé.
Ese día la oposición tomó la tribuna del Senado para evitar que hubiera votación cerrada en el proceso de remoción del fiscal. La posición del PRI era que la elección fuera con votación cerrada. Los números les cuadraban con los “panistas rebeldes”, esto es, el grupo de senadores cercanos al calderonismo y un par de senadores de izquierda que en temas trascendentales votaban con el PRI. La oposición lo impidió e inició una semana de desencuentros.
Una nueva mentira circulaba, ahora vertida por los panistas rebeldes: que el hecho de que yo hubiera dicho públicamente que había recibido un documento de Lozoya que formaba parte de una carpeta de investigación contaminaba el expediente y el investigado alcanzaría la absolución por mi culpa. Falso. La “teoría del fruto del árbol envenenado”, utilizada en el caso Florence Cassez, no resultaba aplicable porque no se trataba de una prueba ni había sido exhibida a testigos para que variaran sus declaraciones, ni en ella descansaba el fondo del asunto.
A las anteriores denuncias —en conjunto con el inicio de las carpetas de investigación de oficio por parte de la visitaduría general de la PGR— se sumó una nueva por violación a la presunción de inocencia promovida en mi contra por César Duarte. Era increíble. Un prófugo de la justicia con dos fichas rojas de Interpol, que había generado un banco propio a partir de triangulaciones financieras, propietario de un rancho de dimensiones mayores a las de la capital de Chihuahua, me denunciaba por violación a la presunción de inocencia.
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Ese día busqué a Jorge Márquez. Nos reunimos en el lobby del hotel Fiesta Americana de Reforma. Le pedí que interviniera, pues estábamos en medio de un enfrentamiento institucional que podía resolverse si Elías Beltrán retiraba la remoción. Que mi postura era siempre proteger a las instituciones, pero ello implicaba que las instituciones funcionaran para lo que fueron diseñadas. Me dijo que estábamos en la tormenta perfecta, pues yo no había cuestionado al periódico Reforma su encabezado.
En la noche fui a la casa de Miguel Barbosa con Trolle y Ericka Pérez, quien me acompañaba por su contrato de honorarios como enlace con los medios. El legislador me dijo que era muy importante lo que había hecho. Que era muy difícil que se diera la comparecencia, pero que debía presentarme en el Senado. Que los panistas rebeldes iban a votar en mi contra y que el único punto que tenía a mi favor en ese momento era la ley de ingresos, es decir, negociar la aprobación de la ley de ingresos, a cambio de mi reinstalación.
El miércoles los ataques arreciaron. La posición gubernamental era clara: delito y cárcel seguros. No podían tolerar que se hiciera pública información de una carpeta violando la presunción de inocencia. Pensé en Murillo Karam exhibiendo los videos de Ayotzinapa; en las escenas de la fuga del Chapo; en la filtración que la Seido hizo de los datos de Kate del Castillo; en la declaración ante medios sobre la culpabilidad de Gastón Azcárraga sin decisión judicial; en el abogado Paulo Diez Gargari. Hoy pienso en la filtración del video de Ricardo Anaya que buscaba bajarlo de las preferencias electorales, exhibiéndolo como un delincuente. No sé si violé el código de ética, lo que sí sé es que mi ética es distinta a la del encargado del despacho que concluyó el sexenio de Peña Nieto al frente de la procuraduría.
Ese miércoles platiqué con mi amiga Dora Martínez. Había sido la representante del PAN ante el IFE cuando yo fui magistrado y teníamos buena relación. Sabía que su jefe en Televisa era cercano al gobierno y pensé que sería una forma de tranquilizar el ambiente y lograr que las instituciones, particularmente el Senado, pudieran volver a desarrollar sus funciones. Ése fue mi segundo error en el procedimiento.
Fui a Televisa Chapultepec acompañado por Carlos Natarén y Gustavo Trolle. En el tema de las televisoras, la única diferencia entre la película La dictadura perfecta y lo que viví esas horas era que mi historia pertenecía a la realidad. Javier Tejado nos recibió. Le expuse que las instituciones debían funcionar para lo que fueron diseñadas. En el caso de la FEPADE, perseguir, prevenir e investigar delitos electorales. Que tenía el audio de Reforma en el que tres veces le señalaba al reportero que no le podía dar datos en virtud del deber de sigilo de las carpetas de investigación. Si no había filtración, no había delito ni violación al código de ética, por lo que procedía la reinstalación. Me dijo que mandaría el mensaje al gobierno y que ellos se comunicarían conmigo.
Al día siguiente tuve una entrevista en el noticiero matutino de Carlos Loret de Mola. Expliqué que no había tal violación al código de ética ni a ninguna otra normatividad. Mientras contestaba a cada uno de los interlocutores, veía cómo Loret leía los mensajes que le llegaban al celular y me formulaba nuevas preguntas. Entregué el audio de siete minutos de la grabación y uno completo de 43 minutos con toda la entrevista.
Ese día decidí salir a medios. Fui a Canal Once con Adriana Pérez Cañedo, quien me insistió en que si en los minutos que había estado conversando con Alberto Elías no había entendido las causas de mi remoción que él invocaba para removerme. Le expliqué que en un Estado democrático debían plasmarse por escrito las causas, y que el oficio no decía nada.
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López-Dóriga, que siempre me había tratado bien, cerró con una pregunta fuerte: “¿Usted cree que Enrique Peña Nieto está atrás de su remoción?” “No tengo ninguna información que compruebe eso”, le respondí . Comunicador tras comunicador recibí ciertos golpes que hicieron que me desistiera a acudir con Jorge Ramos ese día. Me arrepentí. Días después, Eduardo Sánchez, el vocero de presidencia, declaró que no hubo intervención desde Los Pinos, cuando él mismo había dado a algunos medios la voz de ataque. Pensé: ésas son las ventajas de utilizar 60 mil millones de pesos para el pago de publicidad gubernamental, de forma discrecional, sin rendición de cuentas. En cualquier país democrático eso se llama corrupción.
Era jueves. Seguía discutiéndose el procedimiento, pero también se había votado la ley de ingresos. No había ninguna palanca de negociación. La respuesta de parte del jefe de mi amiga fue: “A las 11 te van a dar respuesta en el Fiesta Americana. Tu enlace”. Busqué al enlace y escuché mi voz en un aparato reproductor. Me quedó claro que el gobierno consiguió en minutos la grabación que yo le había proporcionado a Loret. Así se concretó mi segundo error durante la crisis. Me faltaba uno. Volví a entrar en comunicación con Dora meses después.
Jorge Márquez estaba en el lugar pactado. Su respuesta fue rápida: el gobierno dice que no. Él sugería, como amigo, pensar en la declinación. Me comentó que su margen de maniobra se estrechaba, porque del lado del gobierno y del PRI ya estaban con las lanzas listas para destruirme. “Se te van a ir con todo”, fue la frase. Le comenté que lo platicaría con mi familia. Me respondió que ellos me ayudarían a salir bien librado, que confiara en la palabra de Miguel Ángel Osorio Chong.
Pero yo en quien no confiaba era en Peña Nieto, quien me pidió que fuera institucional, cuando el primero en dinamitar las instituciones fue él. Tampoco confiaba en Alberto Elías Beltrán, quien me prometió que nada sería público hasta que volviéramos a hablar. Mi desconfianza también estaba depositada en muchos integrantes de ese gobierno que, a pesar de haber protestado cumplir la Constitución, se empeñaban en actuar como clan por encima de cualquier principio legal. Ese día, en la Cámara de Diputados, el secretario de Gobernación dictó sentencia: yo había violado la ley.
En una semana pasé de perseguidor a perseguido. Mis allegados estaban cansados. Entre requerimientos, amenazas, presiones y coacciones de la visitaduría y la contraloría, Trolle me aconsejó que rindiéramos la plaza. Álvaro estaba preocupado por sí mismo y no tenía contacto con él. Hablé con mi esposa y su posición fue muy clara: “Si algo le pasa a mis hijas por tu culpa, Santiago Nieto, te vas a arrepentir”.
Al anochecer, Trolle y Ericka me acompañaron a la casa de María Marván, presidenta del consejo rector de Transparencia Mexicana. Siempre le había tenido confianza y le había pedido consejo. Con un par de copas de whisky, me sugirió declinar. “No vas a llegar a nada. No hay forma de volver a la Fepade. No habría condiciones para volver, no te dejarían hacer nada.” Algunas de esas palabras estuvieron en mi discurso de declinación del día siguiente.
Caminando sobre Reforma, esa noche le dije a Sandino Luna, mi excompañero de la maestría y principal impulsor para incorporarme como asesor con Barbosa años atras, que me bajaba. No sé si me entendió. Le pedí que se lo informara a Barbosa.
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El gobierno me había arrinconado. Sin dinero, sin trabajo, con deudas (yo vivía de mi sueldo de fiscal), con mis amigos desmoralizados y enfrentando acusaciones administrativas, con seis carpetas de investigación y una averiguación previa pendiente, con la preocupación por mis hijas, con una campaña de desprestigio pagada desde la oficina de Eduardo Sánchez, con traiciones de personas a las que consideraba mis amigos, me di cuenta de que era mejor dar un paso atrás para tomar nuevamente impulso.
Me comuniqué con Márquez y le dije que declinaba. En la madrugada me pidió una prueba fehaciente que le exigían en la presidencia de la República. “Se te está cerrando tu única ventana de salida”, me informó. Avisó que iba hacia mi casa, le dije que bajo ninguna circunstancia. Acordamos vernos en el Camino Real del Pedregal.
Intercambiamos el documento por correo electrónico. A las tres de la mañana, firmé la declinación en el lobby del hotel. Estaba a solas con Márquez, mientras sus escoltas y Gustavo Trolle vigilaban afuera. Al volver a la casa, devolví el estómago. Me sentía frustrado, herido, avergonzado. Sentía que me había traicionado a mí mismo. Ha sido mi peor error y el peor día de mi vida. Tal vez Barbosa tenía razón cuando dijo que me faltó grandeza. Esa noche se rompió algo más.
La impunidad había triunfado. Lozoya no sería investigado. Pero fue una victoria pírrica. Peña Nieto pasará a la historia como el presidente más corrupto de la era moderna de México. Reivindicó a López Portillo, a Echeverría y hasta a Alemán.
Aunque no todo fue culpa suya. El problema es cómo un sistema democrático permite que se encumbren grupos enteros de políticos que basan su esquema de vida en la corrupción y el clientelismo electoral. Por supuesto que estos clanes no entienden que una democracia implica a veces ganar el poder y otras perderlo.
Lo que se vio desde entonces estuvo en sintonía: mi dimisión, la campaña de desprestigio contra Anaya y López Obrador, la pretensión de dinamitar a las oposiciones, el incremento del ejercicio de gastos en la Sedesol, la Sedatu y la Sagarpa; la Ley de Seguridad Interior, la propuesta de Ley de Publicidad Oficial, dejar acéfala la fiscalía anticorrupción, no permitir que las legislaturas locales avanzaran en aprobar la reforma constitucional para eliminar el pase automático de procurador a fiscal; desgastar al Tribunal Electoral con cómplices para que sus sentencias dañaran a su vez al INE y a la equidad en la contienda electoral (cancha pareja, programas sociales, método de cómputo de votos, debates en intercampañas, resolución a favor del Bronco, tarjeta rosa, entre otras). Parecía que el gobierno encaminaba todo hacia un solo propósito: conservar el poder al costo que fuera, incluido el aniquilamiento de las instituciones.
Peña Nieto me pidió ser institucional y cumplí. Trabajé por mi institución y la defendí. Luché por el cumplimiento de sus objetivos y por legitimarla frente a la sociedad. No le fallé. Creo que él le falló al país, por pensar que ser institucional significaba tener lealtades personales perrunas a costa de las propias instituciones. Por pensar con visión de clan y no con visión de Estado.
En toda América Latina, el escándalo Odebrecht removió a presidentes y vicepresidentes y terminó con carreras políticas. En México significó la salida de un procurador y la caída de un fiscal electoral… y con ello la caída de lo que le quedaba de legitimidad al régimen.
Con información de ADN Político
Foto: Internet