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Publicado enInternacionales

Crónica del desconfinamiento en París

El encanto del confinamiento ha llegado a su fin en París.

 

Fueron 55 días de aislamiento obligatorio.

 

No más permisos firmados para salir de compras, ir a la Iglesia, al trabajo o a hacer deporte.

 

Se terminaron los días llenos de sol contemplados desde el interior de la casa.

 

Se acabaron las multas por salir a la calle.

 

Y aunque no hay las famosas terrazas parisinas de bares y cafés, hay pequeños rincones llenos de sol, como en las gradas o escaleras de
algún monumento histórico o de alguna iglesia, o una banca frente a Panthéon.

 

Francia llora a sus 26,000 muertos (y contando).

 

No hay una palabra para describir la felicidad en el rostro de las personas por salir, por trabajar, por verse otra vez en las calles parisinas.

 

Y aunque las escuelas no han abierto por completo, los infantes, juegan al pie de la Iglesia de Saint Sulpice y la Fontaine des Orateurs-Sacré.

 

No, París no ha muerto.

Ni en sueños.

 

Las puertas de los pequeños locales abiertas “intentan” regresar a la normalidad. Jacques, Pierre, Eloise, Mohamed, Tatiana o Angelique, dueñas y dueños de tabaquerías, vinaterías, panaderías, salones de belleza, ópticas, boutiques de ropa, de flores, o de kebab, resisten a la crisis económica que ahorca al mundo entero.

 

 

La línea 13 del metro, conocida como la “línea de la muerte”, hoy fue superada por todos los inmigrantes que entre las 6 y las 7 de la mañana han abarrotado el “RER B” -y otras líneas- para acudir a sus trabajos y llegar a tiempo a su “primer día” de trabajo, sin respetar involuntariamente la distancia sanitaria permitida.

 

A las 8 de la mañana, los vagones se veían medianamente ocupados por los bobós.

 

La desigualdad social se refleja hasta en los horarios del uso de transporte.

 

En Châtelet Les Halles no hay un festival ni feria o evento parecido, pero si se observa un joven con un enorme distribuidor con manguera en la espalda donde la cerveza ha sido substituida por el gel hidroalcohólico para los miles de pasantes en el corazón de la ciudad.

 

Las máscaras no alcanzan y su precio las han hecho inalcanzables para la población más vulnerable.

 

Hasta multa hay por no llevarlas. ¡Qué ilógicas son las políticas públicas de salud de nuestros días!

 

Hay un extraño maniquí en la Quai de Montebello junto a Nôtre Dame de París de pie, contemplando lo que, hasta antes del confinamiento, era una de las avenidas más transitadas en todas sus formas, a pie, en patines, en bicicleta, en patineta, en bus, en carro, en smartboard o en patineta eléctrica.

 

Un maniquí que fue testigo del silencio que arrojó esta cuarentena.

 

La juventud hastiada del encierro invadió los bordes de la Seine y el Canal Saint Martin, improvisando pique-niques aprovechando la primavera, pero rápidamente echada por la policía francesa.

 

 

Los mercados al aire libre retomarán su actividad, aunque con otras medidas de seguridad.

 

Las fronteras continúan cerradas y si hay una ausencia que se siente y se percibe, es la del “turista”.

 

Para algunos franceses, el fin de la cuarentena tras la crisis ha sido muy pronto, para otros más, la vida debe de continuar.

 

Pensamos que era nuestro el mundo y el tiempo.

 

Ahora hemos visto cómo un país puso en jaque al mundo.

 

Sin olvidar a los gobiernos cuya capacidad quedó demostrada ante tantas muertes.

 

Retomar la vida de antes es imposible, ya nada es igual.

 

Aunque sea París, la ciudad más bella del mundo.

 

Por Rosa Maria Lechuga/ @laituecita

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