Tras la elección de la nueva dirigencia estatal del PAN es evidente que hay más soberbia que oficio político.
Del lado de Eduardo Rivera Pérez, es decir, el Yunque y la ultraderecha, mandaron a sus testaferros a proclamar en la plaza pública que la pirinola cayó en la cara de “toma todo”.
Del lado de Genoveva Huerta Villegas hay una apuesta por negar la derrota y ahondar más en la polarización.
En ambos casos, hay una ausencia total de oficio.
Les falta grandeza. (Sabías palabras del gobernador Miguel Barbosa Huerta en el caso de Santiago Nieto y la persecución que vivo en el peñanietismo).
La renovación del Comité Directivo Estatal se convirtió, entonces, en la pelea a muerte de un cadáver, sin dirección, cohesión, mística y mucho menos honradez.
Ni Eduardo Rivera o Genoveva Huerta están a la altura de construir un partido después del morenovallismo. (Algunos torpes aseguraron que la derrota de la dirigente con licencia representaba el fin del morenovallismo pese a que murió desde que perdieron la gubernatura interina).
El alcalde de Puebla puede regocijarse con la idea de un triunfo, pero la lectura real está muy lejos de ser tener una corriente hegemónica, con proyecto o fortaleza. Su liderazgo -si es que existe- está sostenido sobre alfileres y en el presupuesto público, no en su carisma político. (No es lo mismo que te quieran por lo que eres a comprar amor a cualquier costo).
¿Puede Rivera Pérez llevar a la conciliación a su partido? Pudo, pero no quiso y ahora deberá asumir el costo de construir su camino rumbo a 2024 con un instituto político atomizado.
Por segunda vez en un año volvió a equivocarse. La primera fue antes de la definición de las candidaturas este 2021. Rivera Pérez pudo llamar a las diferentes corrientes panistas para dialogar, hacer política y sumarlos en su proyecto. Presionar a la dirigente estatal -encabezada por Genoveva Huerta- para ser escuchado, tener un lugar en la mesa de la toma de decisiones y forzar a la inclusión de todos. En cambio, optó por esperar la “pinche señal” que nunca llegó desde el epicentro de la 4T -lo cual demostró su faceta de iluso- y cuando quiso buscar su propia nominación se enteró que sus adversarios –Genoveva Huerta y otros- habían sumado a muchos y hasta le quitaron varios de sus aliados.
Lo que vino después fue penoso hasta para el propio panista: tuvo que ceder a todo a cambio de ser el abanderado.
Humillado y exhibido en su debilidad llegó a las urnas. Claudia Rivera Vivanco perdió y Eduardo Rivera nuevamente tuvo la oportunidad de ungirse como el líder moral del partido, negociar desde su posición de alcalde de la ciudad más importante en la entidad, pactar, acomodar sus piezas y forzar a una transición.
Por el contrario, se fue por lo más inmediato. Apenas ganó y ya había designado a Marcos Castro como su candidato a la dirigencia estatal y su instrucción fue acompañada de la palabra “exterminio”. La postura radical obligó al Comité Ejecutivo Nacional a intervenir pues ya había antecedentes de que Lalo no cumplía sus acuerdos y ser dueño de una excesiva soberbia.
La soberbia llevó a la radicalización, ésta a la lucha fraticida y ambas tuvieron como conclusión ganar el comité estatal de un partido destrozado.
Le faltó grandeza.
En el caso de Genoveva Huerta su camino había sido construido de manera inteligente. Fue capaz, junto con su equipo, de tomar el control del partido a través del CDE, la Comisión Permanente y el Consejo Estatal. En sus inicios sí había interés por sumar a Eduardo Rivera y caminar juntos, pero la soberbia que encontró le hizo plegarse y subirse a la batalla a muerte.
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Segura de que ganaría la elección, pues contaba con el respaldo del CEN del PAN y los otrora aliados de Eduardo Rivera, Genoveva Huerta se concentró en el interior del estado a sabiendas de que la capital y municipios aledaños estaban vedados. Lo que no contaba es que varios de sus aliados sufrieron el castigo de la base, ya sea porque la maltrataron en la campaña electoral, los marginaron o simplemente los enviaron a la congeladora.
Con estos antecedentes, Genoveva Huerta nunca pensó que sería arrollada, pero la realidad le dio un frentazo. Y fue ahí, cuando la diputada federal tuvo una oportunidad de oro para doblegar de otra forma a Rivera Pérez: Reconocer la derrota, pero dejar en claro que los números indicaban que a él y a su grupo no les alcanza con miras a 2024. Así pues, aunque el CDE pasaría a su control era obligatoria la inclusión de todos, sentar una mesa de diálogo y conciliación, así como demandar la intervención directa del Comité Ejecutivo Nacional para impulsar la operación cicatriz. Era la salida perfecta: por la puerta grande y utilizar la estrategia de ganar perdiendo.
En su lugar, prefirió escuchar a las voces equivocada -forjadas en la soberbia y la orfandad- y la tarde este lunes envió un comunicado en el que dice y no dice: que hubo fraude, que habrá impugnación, que no hay certeza. En otras palabras, que la batalla seguirá sin tener certeza de lo que viene.
Le faltó grandeza.
Pobre PAN tan lejos de Castillo Pereza y tan cerca de los falangistas.
Por Ignacio Juárez Galindo