José Zenteno/ @PepeZd
Las campañas políticas son escenarios de confrontación de ideas, trayectorias, ideologías, propuestas. La naturaleza de la competencia por las preferencias políticas es el contraste entre contendientes. Nadie se asusta si en una campaña política se presentan ataques entre los candidatos, incluso sería raro que no ocurrieran.
La democracia supone el contraste para que los ciudadanos conozcan la oferta disponible en el mercado electoral, tanto lo bueno como lo malo. Incluso es hasta cierto punto normal que los candidatos divulguen mentiras o medias verdades sobre sus oponentes y utilicen a las redes sociales como medio de propagación.
Lo que ocurrió en la campaña presidencial del 2018 fue una versión del conflicto electoral nunca antes visto en México. La diferencia sustancial no fueron los ataques sino los protagonistas del conflicto. Las campañas involucraban exclusivamente a los candidatos y sus partidos, en las pasadas elecciones el conflicto escaló a toda la sociedad.
Esto significa que los ciudadanos dejamos de ser pasivos en tanto éramos observadores a ser activos en tanto nos convirtieron en combatientes. La batalla no fue por ganar la prevalencia de un candidato sobre otro, sino de una moral sobre otra.
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El terreno que los estrategas de López Obrador construyeron para escenificar el conflicto electoral fue por la supremacía moral de los simpatizantes de Morena en contra del resto de mexicanos que osaron oponerse y por tanto convertirse en supuestos defensores de la corrupción del Prian. Esta variación parecería menor en el contexto de una campaña política, pero no lo es.
Recordemos que la política es una puesta en escena donde los ciudadanos elegimos con base en nuestra percepción de la realidad. La lucha política es en el fondo la lucha por la percepción social. Nadie sabe quién es realmente un candidato ni cuáles son los intereses económicos y políticos, nacionales o internacionales que lo respaldan.
Los cimientos de una carrera política normalmente están ocultos a los ojos del electorado, si ello no fuese así quizá ningún candidato sería electo. Los políticos hacen acuerdos todo el tiempo, reciben dinero y apoyos de fuentes que no podrían resistir al escrutinio público, eso incluye a López Obrador.
El arte no es saber llegar al poder sin hacer acuerdos, sino saber mantenerlos ocultos y al mismo tiempo saber construir una imagen que pueda resistir la eventual divulgación de algunos hechos inconfesables.
Esas eran las reglas de la política y todos los involucrados estaban al tanto de ellas. Existía un acuerdo tácito en el que el pleito era entre los personajes de una escena, no era personal y tampoco involucraba al público que los observaba. López Obrador rompió ese pacto no escrito, modificó las reglas de la competencia por el poder y ganó las elecciones.
En la guerra como en el amor se vale de todo, al igual que en la política. La estrategia le salió bien al hoy presidente. Tan bien le salió que sigue en campaña después de 80 días al frente de la presidencia de la República.
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La polarización social que todos los días alimenta en su comparecencia mañanera ha sido la fórmula que lo sostiene en lo más alto de la aprobación popular. Ya no importa que tan veraz sea la acusación de corrupción contra un expresidente, un programa asistencial o una empresa privada, el pueblo bueno y sabio cree ciegamente en la honestidad de López Obrador y en la perversidad de la élite que gobernó a México en el pasado.
Los más instruidos saben que en política el negro y el blanco no existen. Sin embargo, la ignorancia en un país como el nuestro es aún peor que su promedio de escolaridad. Las masas viven una especie de éxtasis colectivo por la derrota de la oligarquía corrupta, al igual que los antiguos romanos refrendaban su apoyo al emperador en el Coliseo en medio de una matanza de gladiadores, fieras salvajes y esclavos.
La sangre de los corruptos que simbólicamente todas las mañanas ofrece el sacerdote de la honestidad, que además trabaja de presidente de un país democrático y en teoría regido bajo un Estado de Derecho, renueva el pacto entre él y su pueblo.
En ningún tribunal existe un solo expediente promovido por esta nueva administración en contra de algún miembro del gabinete anterior, ni contra un delincuente de cuello blanco, ni contra un contrabandista de huachicol, ni contra un empresario abusivo, ni contra un tratante de mujeres, un narcotraficante, un secuestrador o contra un pederasta que comercializa pornografía infantil.
Toda esta puesta en escena sirve para dos fines claramente identificados: alimentar la imaginaria autoridad moral del presidente y derrotar a las instituciones que puedan ejercer cualquier tipo de contrapeso al poder del presidente. Es decir, el nuevo teatro llamado “Cuarta Transformación” es para servir al presidente no para beneficiar al pueblo que lo hizo ganar.
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Tratemos de tomar distancia para observar el contexto político desde una perspectiva más amplia. Recordemos que cada lunes Andrés Manuel López Obrador y algún miembro de su gabinete presentan un nuevo escándalo de corrupción o anuncian una medida motivada por un hallazgo de corrupción.
Cada semana hay uno, dos o tres antagonistas de la cuarta transformación que cobran vida en el discurso del presidente y sirven para completar el guión de una supuesta lucha por limpiar el cochinero que le dejaron. Ese polvo que se levanta sirve para justificar medidas con enormes costos económicos o sociales, encubrir la incapacidad de algunos funcionarios, así como el ejercicio discrecional del presupuesto público.
Hoy el pueblo aplaude todo lo que sea poner en evidencia los actos de corrupción del régimen anterior y tiene razón. El abuso no puede ni debe pasar inadvertido como tampoco debe gozar de impunidad.
Sin embargo, el pueblo no se da cuenta que después de la polvareda de declaraciones no hay nada, mientras tanto se asignan obras, contratos y adquisiciones multimillonarias sin licitación. Se incrementa brutalmente el poder del ejército y se destinan miles de millones de pesos a crear clientelas favorables al régimen mediante programas asistenciales.
El mismo guión ya ocurrió en otros países y el resultado fue más que desastroso.
Una cosa fue movilizar a un pueblo en campaña pero otra muy distinta es manipular al pueblo como gobierno. La transición de movimiento de masas que llega al poder por la vía democrática a la materialización del mandato político por la vía del abuso del poder, terminará por corromper a la Cuarta Transformación y el país vivirá un grave retroceso en todos los aspectos imaginables.
Ojalá que el presidente López Obrador termine ya su campaña y comience a construir un país.
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