La presión de Donald Trump contra México en materia migratoria dio señales este jueves de estar surtiendo efectos. El Gobierno de Andrés Manuel López Obrador se comprometió a reforzar la frontera sur del país después de dos días de negociaciones con el fin de evitar la entrada en vigor del nuevo arancel anunciado por Washington para el próximo lunes. Trump reclama que su vecino del sur aumente ipso facto los controles y asuma más asilados.
A primera hora de la tarde, después de toda la mañana de reuniones entre la delegación mexicana y miembros de la Casa Blanca empezaron a bullir informaciones de que las posturas habían empezando a aproximarse. La secretaria de Gobernación [ministra de Interior], Olga Sánchez Cordero, anunció que México reforzará la frontera con Guatemala, aunque no explicó en qué se traducirá esta medida, mientras que fuentes anónimas citadas por The Washington Post mencionaron el despliegue de hasta 6.000 efectivos de la Guardia Nacional. Sánchez Cordero justificó la decisión tras la entrada masiva de migrantes el día anterior, aunque viene siendo la tónica de los últimos meses. Prácticamente al mismo tiempo, el Gobierno mexicano anunció que se habían congelado las cuentas de 26 personas que presuntamente traficaban con migrantes.
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La Administración de Trump quiere que México acoja más asilados y que incluso asuma la condición de tercer país seguro, extremo al que la Administración de López Obrador se niega, al menos de forma explícita, aunque admita que debe adoptar medidas drásticas si quiere frenar la imposición de aranceles a los productos mexicanos a partir del próximo lunes. A cambio, México quiere lograr un compromiso de Trump de que invertirá en un plan integral de migración con Centroamérica, la única solución que, a medio plazo, consideran factible para paliar la situación.
Con el régimen de “tercer país seguro”, se considera que los refugiados que soliciten refugio o asilo en Estados Unidos pueden recibir la misma protección en México, así que se les puede enviar de nuevo allí si es este el país que han visitado en último lugar antes de presentarse en la frontera estadounidense. “Hemos dicho ya desde hace tiempo que un acuerdo respecto a un tercer país seguro no sería aceptable, no me lo han planteado, pero no sería aceptable”, avanzó el canciller Ebrard el pasado lunes, en la rueda de prensa previa a los encuentros con la delegación estadounidense.
Cualquier medida que pacte con Estados Unidos resulta insatisfactoria para México, en tanto conlleva una cesión por su parte mayor que la que hará la Administración Trump. Es más, en el Gobierno de López Obrador dan por hecho que, aunque satisficieran los reclamos de Estados Unidos en esta ocasión, dentro unas semanas Trump volverá a emprender una nueva ofensiva contra su vecino del sur. Así lo ha hecho desde que ocupó la Casa Blanca y nada indica que vaya a frenarse en plena campaña electoral para reelegirse. “México necesita hacer más”, fue la conclusión a la que llegó el vicepresidente de Trump, Mike Pence, tras su encuentro con Ebrard el miércoles.
México asume que deberá incrementar los controles migratorios en la frontera sur y a lo largo de su territorio. El acercamiento de posturas en este sentido choca con la forma en que cada país quiere poner en práctica una solución. Estados Unidos reclama medidas tangibles a corto plazo, esto es, ya. México, a sabiendas de que necesita contentar a Trump, es consciente de que el problema se va a prolongar durante mucho tiempo y trata de convencer a Estados Unidos de la necesidad de poner en marcha un plan que incorpore a Guatemala, Honduras y El Salvador, o el problema se mantendrá. De hecho, ese plan ya ha sido diseñado con ayuda de la Cepal, el organismo de Naciones Unidas que promueve el desarrollo económico y social en América Latina. Para materializarlo, sin embargo, requiere del dinero de Estados Unidos.
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El canciller mexicano admitió, después del primer encuentro con la delegación de Trump, que el flujo de indocumentados no es normal. En cierta manera, Ebrard asumió que las intenciones de facilitar la entrada de migrantes centroamericanos con las que arrancó el Gobierno de López Obrador no eran viables. No al menos con Trump como vecino. México ha triplicado las deportaciones en los primeros meses de la Administración de Andrés Manuel López Obrador, al pasar de 5.717 expulsiones en diciembre de 2018 a 15.654 en mayo. Un año antes, la cifra fue de 10.350. En 2018 hubo 26.566 solicitudes de refugio, el número más alto del que se tiene registro.
El aluvión de sin papeles en la frontera es real. Según los datos conocidos el miércoles, solo el pasado mayo los agentes estadounidenses arrestaron a más 144.00 migrantes, lo que supone el máximo en 13 años y un incremento del 32% respecto al mes anterior. A ello hay que sumarle las más de 20.000 detenciones que se han producido en México y los miles que, admiten desde el gobierno de López Obrador, transitan ilegalmente por el país latinoamericano, una cifra que incomoda sobremanera a Trump. La ingente cantidad de familias que huye de la violencia y la miseria de Centroamérica explica buena parte de este incremento de sin papeles y pone a prueba las costuras de un sistema que no está preparado para cuidar –y retener- a tantos niños y padres. Un informe oficial de la inspección de DHS (siglas en inglés del Departamento de Seguridad Nacional) resaltó que la llegada de “unidades familiares”, lo que se considera al menos un adulto con uno o más menores, se ha disparado un 1.816%.
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Trump no solo presiona a México, sino también a los demócratas, a los que apunta con el dedo por no apoyar la construcción de nuevos tramos de muro en la frontera sur –proyecto que tampoco goza de la simpatía de muchos republicanos- ni el refuerzo del control migratorio. Este será, de nuevo, uno de los asuntos más calientes de la campaña electoral presidencial que está empezando a arrancar en Estados Unidos. Para el presidente, la mano dura significa rédito electoral. Para los demócratas resulta más complicado. La posición favorable no implica castigo en las urnas, pero, a diferencia de lo que ocurre entre los conservadores, muchos politólogos dudan de que suponga un incentivo.
Crédito: El País