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Los jóvenes estudiantes hicieron ese día lo mismo que varias generaciones antes de ellos: viajaron del pueblo de Ayotzinapa, ubicado en el estado de Guerrero y sede de una de las principales escuelas para formar a profesores rurales de México, a la ciudad de Iguala. Tenían la intención de tomar autobuses para viajar a la capital del país y participar en la marcha anual conmemorativa de la matanza estudiantil de 1968.
Pero terminaron siendo víctimas de otra matanza. En un episodio aún confuso, durante la noche del 26 de septiembre de 2014 y la madrugada del 27, hubo fuego cruzado entre diversas fuerzas policiales y presuntos integrantes de una célula de narcotráfico local contra los autobuses en los que viajaban los estudiantes (e incluso otro más a bordo del cual iba un equipo de futbol).
Cinco jóvenes de Ayotzinapa murieron, una veintena de ellos resultaron heridos y 43 jóvenes, cuyo último paradero conocido fueron los autos policiales a los que los subieron, están desaparecidos desde entonces.
De allí nació una consigna que será coreada de nuevo este miércoles, a cuatro años de los hechos, junto con la lectura en voz alta de los nombres de cada uno de los jóvenes:
“Vivos se los llevaron. Vivos los queremos”.
La pregunta aún irresuelta sobre el destino de los jóvenes ha convertido el caso en “un símbolo de las decenas de miles de inocentes que también han desaparecido” en los últimos años en México, en palabras del escritor Francisco Goldman, con investigaciones atascadas por la “complicidad penal y la corrupción por todos los niveles del gobierno”.
Lo que sigue es, a grandes rasgos, un resumen de lo que ha sucedido desde esa noche en Iguala y algunos de los textos de The New York Times que reflejan esta historia de irregularidades, sospechas de encubrimiento y heridas abiertas.
El 26 septiembre de 2014 y la polémica
La noche del 26 de septiembre de 2014, cuando los estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa ya habían tomado el control de los autobuses, fueron interceptados por miembros de la policía local y por presuntos grupos armados.
Estos abrieron fuego contra los jóvenes y contra los integrantes del equipo de futbol los Avispones de Chilpancingo, que también viajaban por la zona en un autobús y que presuntamente pidieron la ayuda de militares en la zona, que habrían respondido que no era su “jurisdicción”.
Un grupo de expertos que se sirve de la arquitectura y de la tecnología para investigar casos de violaciones a los derechos humanos, Forensic Architecture, creó hace poco una plataforma que intenta hilvanar todas las historias de lo sucedido ese día.
Según el gobierno federal de Enrique Peña Nieto, cuya Procuraduría General de la República (PGR) tomó cargo de la investigación unos días después, la pareja que gobernaba la ciudad de Iguala —José Luis Abarca y María de los Ángeles Pineda Villa— tenía vínculos estrechos con un grupo del crimen organizado, Guerreros Unidos.
La versión de la PGR sobre porqué la policía local abrió fuego contra los jóvenes es que la pareja gobernante pensaba que los estudiantes iban a irrumpir en un evento público y ordenó detenerlos. Varios integrantes de la policía también habrían estado involucrados con Guerreros Unidos.
Los primeros días de octubre, durante la búsqueda inicial de los jóvenes, fueron encontradas una serie de fosas comunes con supuestos restos calcinados de personas, algunas de ellas en un basurero en la localidad cercana de Cocula.
La PGR aseguró en noviembre de 2014 que partes de esos restos correspondían a los estudiantes, a partir de supuestas confesiones de presuntos delincuentes. El Equipo Argentino de Antropología Forense dijo que el gobierno le entregó restos que tienen coincidencias de ADN con uno de los jóvenes, Alexánder Mora Venancio, pero se desconoce el origen de esos restos.
Sin embargo, los cuestionamientos a la versión oficial —que la PGR calificó como la “versión histórica”— y a esa investigación no han hecho más que multiplicarse.
Las otras versiones
Ante las exigencias de organismos internacionales como Amnistía Internacional y Naciones Unidas, al igual que de los representantes de las familias de los 43 estudiantes, el gobierno de Peña Nieto solicitó la ayuda de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
Así se creó el Grupo Interdisciplinario de Expertos Internacionales (GIEI), compuesto por cinco latinoamericanos expertos en temas legales y de derechos humanos. Durante 2015, los integrantes del grupo recopilaron información de diversas fuentes sobre lo sucedido esa noche de septiembre y los días posteriores, aunque en varias ocasiones denunciaron que el gobierno no les daba acceso a sitios o a figuras que podrían tener información.
Los expertos publicaron dos informes a partir de la evidencia que recabaron, y sus hallazgos contrastan las afirmaciones de las autoridades. Por ejemplo, aunque la PGR asegura que los estudiantes fueron incinerados en aquel basurero en Cocula, expertos consultados por el GIEI para un peritaje independiente afirman que no hay evidencia alguna que corrobore que en ese sitio se hayan realizado cremaciones como las descritas por el gobierno.
Más aún: el GIEI señaló que diversas autoridades manipularon evidencia, torturaron a sospechosos (algo también denunciado por la ONU) y no investigaron pistas que podían apuntar a conclusiones distintas que la de incineración, como la hipótesis de que uno de los autobuses secuestrados por los estudiantes habría tenido escondida droga que los delincuentes habrían querido recuperar sin que los jóvenes lo supieran.
El Times incluso tuvo acceso a un borrador interno del mismo gobierno que parecía reconocer falencias como estas, pero que nunca fue hecho público.
El gobierno de Peña Nieto decidió no extender el mandato del GIEI y los expertos tuvieron que dejar México a mediados de 2016, al poco tiempo de publicar su informe (el Times después reveló que llegaron a ser espiados por un programa que había adquirido el aparato de seguridad del gobierno mexicano).
Crédito: The New York Times