“Voy al doctor y regreso”, fue lo último que Teresa Calixto Agustín dijo a su esposo, Ángel Santos Nolasco, el pasado 19 de mayo, cuando ella y su hija mayor, Raquel, salieron de su casa en Cholula rumbo al Hospital 20 del IMSS, conocido como La Margarita.
Teresa tenía la esperanza de superar el Covid-19, a diferencia de su hijo Delfino, de 42 años, quien había fallecido por causa de la enfermedad apenas cinco días atrás. Sin embargo, no fue así, ella y su hijo fueron las primeras víctimas del virus en Puebla.
“Estoy viviendo una pena muy grande, aunque no la demuestro, pero la llevo adentro. No hay de otra, pero pues solamente Dios sabe por qué me pasaron estas cosas a mí y a mi familia”, dice don Ángel.
La pesadilla para los suyos comenzó a principios de mayo, cuando Delfino, quien vivía con su esposa y sus dos hijas en Puebla capital, llegó a casa de sus padres para refugiarse y curarse de la gripa que creía que padecía.
Lee:Cada 70 minutos muere un poblano por Covid-19 desde que inició la pandemia
Por temor, no quiso que lo llevaran a un hospital público. Su familia recurrió a un médico particular, el más famoso del pueblo, quien también consideró que solo se trataba de gripa. No obstante, conforme pasaron los días Delfino no mejoró. Cada vez le costaba más respirar y su nivel de oxigenación había bajado a 86%, pero el doctor aun así sostenía que era neumonía y no Covid-19.
El 14 de mayo, la familia decidió trasladarlo al Hospital 2 del IMSS, pero de ahí los enviaron a La Margarita. Raquel, la única mujer entre cuatro hermanos, cuenta que no pasaron ni 20 minutos de que había ingresado cuando les avisaron que ya había muerto.
Hasta una semana después les confirmaron que falleció por Covid-19, pero Delfino ya no pudo tener una despedida tradicional. Su cuerpo de inmediato fue cremado.
En medio del duelo, doña Tere desarrolló síntomas. Su hija rápido la llevó a La Margarita y la mujer de 62 años pensaba que se recuperaría, pero no fue así. La mañana del 27 de mayo, desde el hospital llamaron a sus familiares para darles la mala noticia y decirles que tenían que ir.
Raquel acudió a reconocer el cadáver de su madre y también temía contagiarse.
“Insistía en que la dejara sola en el hospital, que iba a regresar a la casa y que me regresara para no seguirme exponiendo. Después de eso, no pudimos volver a hablar, no pudimos volver a escucharla”, dice Raquel entre lágrimas.
Al igual que su hijo, doña Tere tampoco tuvo un entierro. Por protocolo sanitario, tuvo que ser cremada.
Hoy, ambas urnas permanecen en un altar en la casa familiar, entre veladoras y santos que, según la fe católica, les ayudarán a descansar en paz. Pero para sus deudos, don Ángel, Raquel y sus hermanos Ángel y Pedro, no ha habido tal descanso. Además de enfrentar su duelo, ellos mismos tuvieron que encarar al Covid-19. Incluso, dos de ellos necesitaron oxígeno extra.
Gracias al apoyo de dos médicos conocidos de la familia, tuvieron atención a distancia y, a pesar de que padecieron muestras de discriminación, también observaron bondad y solidaridad por parte de gente que los apoyó y les llevó alimentos durante el mes y medio que estuvieron encerrados.
Para Raquel, todo esto le deja frustración, pues no entiende cómo a estas alturas hay personas que no dimensionan la gravedad de la pandemia. De su lado, don Ángel busca resignación y constantemente recuerda las palabras de su esposa, quien le pedía no cuestionar la voluntad de Dios.