Eliza, de 19 años, y Tita, de 16, nunca imaginaron que su primera experiencia sexual sería una violación tumultuaria. “A ellas no, ellas son niñas no saben de esto”, pidió Olga a sus seis agresores, pero la súplica fue precedida de golpes en contra de las 3 y más saña en el abuso.
Los minutos se volvieron horas de agonía. La noche cayó y fueron abandonadas. Mientras escurrían sudor y sangre, la madre de 38 años condujo a sus dos hijas hasta la orilla de la carretera.
Suplicaron ayuda, pero nadie se detenía. Quienes transitaban temían, quizá, vivir un infierno similar, producto de la violencia que azota la frontera de Puebla-Veracruz, controlada por Roberto de los Santos de Jesús, alias “El Bukanas”.
En la zona, los retenes falsos han sido instrumento de atraco y violencia para integrantes del cártel “Sangre Nueva Zeta”. Crímenes de alto impacto de suscitan a diario: robo de camiones, secuestros, asaltos y violaciones.
Una lona improvisada, hombres con chalecos y armas de grueso calibre es lo que recuerdan de aquella tarde fatídica. En un mar turbulento de dudas sospechan que fueron “cazadas” al bajar en una tienda de autoservicio en la ruta.
Horas más tarde, una pareja se detuvo y las trasladó desde San José El Seco en Puebla hasta Nogales, Veracruz. Todo esto lo cuenta el hijo mayor, Adrián, quien pide ocultar sus identidades por seguridad.
Desgarres profundos, hemorragias e infecciones derivaron de los golpes y la violación. Ese día, sabrían después, dos bebés fueron concebidos. Hoy cumplen tres meses de vida. Tita, la menor, tuvo un niño y Olga, su madre, una niña.
“Tal vez sirva para prevenir a la demás población sobre lo que realmente está pasando en México”; dice Adrián, quién en el anonimato denuncia un crimen que jamás será investigado y que nunca formará parte de las estadísticas.
Cuatro meses les tomó vender todo lo que tenían en Nogales. La familia, con dos nuevos integrantes, se vio obligada a desplazarse; el miedo y la vergüenza las ha recluido en una modesta casa en otro estado que sostiene Adrián.
La crianza, quizá, -dice Adrián- fue motivada por la ideología pro-vida propia del cristianismo, religión que incluso ya han abandonado.
“Si pudiera, haría con mis propias manos que pagaran todo el daño que hicieron, sí un solo violador es una porquería, imagina lo que seis hombres pudieron hacerles”, dice con desprecio el joven de 26 años.
Con profundo temor, Adrián relata que no se han hecho pruebas para descartar si durante la violación fueron contagiadas de alguna enfermedad de transmisión sexual; ha intentado convencerlas sin éxito.
Tita está confundida. Entre los estragos de la violación padece a diario sudoración excesiva, ansiedad y escalofríos. Su mente juega con ella, algunos días piensa que disfrutó ser drogada, le confiesa en secreto a su hermano Adrián.
Eliza se dedica a los cuidados y alimentación de su sobrino y su hermana, que nacieron con apenas unos días de diferencia, Tita se niega a lactar al menor, “por dolor y por asco”.
Olga usa pastillas para dormir que la mantienen inconsciente casi todo el tiempo. Evita a toda costa hablar de lo sucedido y les impide a sus hijas hacerlo. “Está ahí, inerte, drogada” dice su hijo mayor.
Para Adrián, la vida les fue arrebatada. “No sabrán de tener novio o casarse, todo el tiempo están enojadas o tristes. Todos los días me narran el asco que sienten”.
Crédito: e-consulta