Roberto Pichardo Ramírez
La enseñanza más valiosa sobre la inteligencia artificial generativa en el aula me la dieron mis alumnos. Sin que yo lo pidiera, llegaron a la clase de periodismo con una estrategia de citado del uso de IA en sus trabajos: incluir la herramienta utilizada, su aportación y la instrucción (prompt) brindada. Así, recibí varias notas periodísticas que al pie decían algo como “Se usó Perplexity para la recopilación de datos” o “Prompt: Dame los 10 puntos clave de este reportaje y conviértelo en un guion para cápsula”.
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Hace un año comencé a implementar modelos del lenguaje en mi clase. En parte porque sus bondades son diversas, pero también porque no queda de otra: la esfera tecnológica nos arrastra hacia su órbita y nos obliga a estar a la vanguardia. Nunca he mirado con recelo la presencia de agentes inteligentes no humanos en el aula o en mi espacio de trabajo, pero ¡qué difícil es mantenerse al día!
En una asignatura como la que imparto, donde la escritura es el punto de partida para todo, abrazar ChatGPT y sus aplicaciones hermanas implica un ejercicio de profunda honestidad (“transparencia radical”, como lo llama la periodista Margaret Sullivan), pero también de humildad y responsabilidad. La primera virtud, porque implica reconocer que el profesor no lo sabe ni lo puede todo; la segunda, porque enseñar a usar la IA requiere de un enfoque tan técnico como ético. A veces, con doble énfasis en la ética.
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Los tramposos existen desde siempre, y más en los salones de clase: desde acordeones, notas en brazos y piernas, gafas de sol y anteojos de fondo de botella, pasando por el superconfiable “pásame la 3” y el legendario “Rincón del Vago” hasta el uso de tecnología de punta para despistar a la maestra. Todo el mundo copió, plagió o alteró su calificación alguna vez, desde un chico de primaria hasta una ministra de la Suprema Corte (¡ups!). Ahora que es verle la cara al profe es más fácil que nunca, ¿qué hacemos?
Algo que nos enseña el periodismo es que cuando las cosas se complican lo mejor es volver a las preguntas básicas. ¿Cuál es el objetivo de este tema, actividad o evaluación?, ¿por qué deben saber esto mis estudiantes?, ¿para qué necesitan este conocimiento o habilidad? Parecería que la práctica docente se reduce a cumplir con currículos y expectativas, cuando el verdadero objetivo (o así lo veo yo) es el desarrollo integral y el aprendizaje significativo de las personas.
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Uno de los mayores hitos de mi vida escolar fue la primera vez que me permitieron llevar calculadora a la clase de matemáticas. Suponía que podría resolver operaciones aritméticas sin usar mis dedos o mi cálculo mental, pero también era la puerta de entrada a procesos cognitivos mucho más complejos: la física, el álgebra y el cálculo diferencial. En la docencia, como en el periodismo, todo debe tener un propósito.
Lo mismo podemos esperar de la IA si se le asume como una herramienta; poderosísima, pero herramienta a fin de cuentas. Nuestra tarea como profesores es, más que nunca, asumir nuestro papel como acompañantes y motivadores del aprendizaje desde una perspectiva holística que combine la experiencia intelectual con la ética y el discernimiento. Si nos entendemos como simples repositorios de datos, ahí sí: la tecnología nos habrá rebasado.