Por Nathaly Rodríguez Sánchez
Desde finales de la década de 1960, las mujeres feministas empezaron a manifestar en colectivo las deudas que habían acumulado sus sociedades con ellas. Conformándose en fuerza numerosa, bajo la agenda del Movimiento de Liberación de la Mujer, su voz logró la potencia para ser oída y hoy recordada. Alcanzó pues la amplificación no lograda por mujeres de otras épocas que ya habían notado el débito social acumulado con ellas, pero cuya voz no tomó la forma del reclamo grupal, razón por la cual hoy apenas las alcanzamos a escuchar en argumentos como susurros.
La certeza de la deuda fue igualmente retomada en dicha coyuntura por aquellas que se desempeñaban como académicas. Sin abandonar su identificación como mujeres y como feministas, ellas hicieron arqueo de caja entre los libros y constataron que allí también se había acumulado un pasivo explicativo sobre las historias y presencias de las mujeres en la socialización humana.
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No había lugar a dudas: las experiencias vitales de ellas eran distintas a las de los varones y en las reconstrucciones de los analistas se daba cuenta de los espacios, roles e intereses de estos últimos haciéndolos pasar como los de la humanidad entera. Ante la anotación crítica se produjo una justificación epistemológica, o evitación (como prefieran llamarle), al denominar como neutralidad en observación de las mayorías al sesgo androcéntrico descubierto.
Al finalizar el primer cuarto del siglo XXI, ese débito con las mujeres creado por las sociedades occidentales no parece estar satisfecho. Les adeudan aún libertades básicas, como la de caminar sin miedo si no se está en compañía. Les deben posibilidades consistentes para la realización de sus proyecciones vocacionales.
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Posibilidades que no impliquen doble trabajo para casi llegar a donde han llegado los colegas varones, o que no suponga comportarse bajo los mandatos de «lo masculino» si se desea obtener respeto a su voz y labor, o soportar críticas demoledoras si rompen con las fórmulas de pasividad o resignación que se espera de ellas aún en el más hostil campo laboral.
Por supuesto, permanecen en mora con ellas, pese a los pasos dados, tanto en el acceso a la justicia como en asegurar que no existirán retrocesos en los derechos que han conquistado. Y también pese al camino adelantado, aún es extensa la labor de revisión y corrección de los saberes académicos si queremos lograr una visión más integral del comportamiento humano. Valga la pena la aclaración, semejante deuda ha sido obra de varones y mujeres que arraigan esas jerarquías con sus decisiones cotidianas.
A la luz de esa situación estructural, que aunque por supuesto se matiza para algunas mujeres por el cruce con otros referentes de desigualdad social (como la clase y la etnia), resalta la importancia del encuadre como mujer que hizo Claudia Sheinbaum Pardo al posesionarse como presidenta de México. En dicho discurso, de manera enfática, remarcó su condición como tal: como científica, madre, abuela, creyente y primera presidenta. Dicha enunciación comunica que Sheinbaum Pardo está en conciencia de la necesidad de tener una agenda de Estado que responda a las condiciones de desigualdad que hostilizan la vida de las mujeres.
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Una apuesta que se cristaliza entre las acciones dirigidas a ellas que ha vinculado en su plan prioritario de gobierno y que demuestran el empleo de un enfoque interseccional. Asume así la presidenta el débito de género que existe en la sociedad mexicana, uno que suele mantenerse cuando llegando a las cúspides de poder, las mujeres dejan a la sombra su condición en cuanto tales sumándose a la configuración androcéntrica de su sociedad.
Las palabras no conforman de inmediato la realidad, pero nos anuncian la lectura que hacemos de ella. El anuncio en este caso implica reconfigurar las características con las que imaginamos a quienes ejercen el poder político y lo que hemos pensado como acción estatal urgente.
Académica Investigadora de la IBERO Puebla.