El día que desaparecí, amanecí más cansada de lo normal. Había hecho un viaje exprés ese fin de semana. Corrí a Oaxaca a abrazar a mis padres, hermanas y sobrinos.
El día previo a mi desaparición, cubrí la marcha feminista. Caminé de la fiscalía al Zócalo con un corazón latiendo al mismo ritmo que gritaban las miles de mujeres que participaron: “se va caer, se va caer, el patriarcado se va a caer”, “somos malas, podemos ser peores”.
Me sentí en casa en esa aglomeración cuando Natalí Arias, una de las organizadoras dijo: “bienvenidas las que marchan por primera vez, las estábamos esperando”. Éramos muchas las que teníamos una primera vez con la marcha feminista.
El día que desaparecí, debí haber llegado temprano al canal. Apenas era lunes.
También quería dedicarme tiempo en arreglarme, en ir de compras, en comer en la calle, en escuchar música.
Sin embargo, preferí quedarme en casa. No tendí la cama como cada mañana, me quedé en pijama todo el día.
Solo abrí la computadora para leer, me comían las ansias de salir a las calles a documentar cómo lucían semivacías las avenidas, los negocios, las escuelas…
El día que desaparecí, quería hacer tantas cosas porque por fin, tenía un día entero para mí solita.
El día que desaparecí, no era yo. No era la reportera aguerrida en búsqueda de la nota. No era la mujer ocupada todo el día.
No era la que tenía el estrés encima por uno u otro asunto. No era yo.
Qué difícil es desaparecer.
Qué difícil ceder los espacios que has ganado.
Qué difícil no sentirte activa.
Qué difícil no expresarte en las redes sociales y de manera directa.
Qué difícil hacer este ejercicio en plan de protesta, pero que bello experimento.
Qué emoción ver la resistencia de aquellas que cumplieron con su papel en este #ParoNacionalDeMujeres #UnDíaSinNosotras. Ojalá no quede como anécdota y pare de una vez por todas esta violencia de género.